El pasado Domingo de Ramos, 49 personas fueron asesinadas en dos ataques perpetrados en iglesias de Egipto. Una de ellas fue Michael Nabil Ragheb, padre de una niña de 3 años y diácono de la iglesia de San Jorge en Tanta. Su viuda, Sara, nos habla sobre el día de los atentados y sobre la fe de su esposo.

“Es el día del juicio final”, eso es lo que pensó Sara aquel domingo por la mañana cuando, durante el culto, oyó una enorme explosión y la iglesia se oscureció. “Michael tenía el presentimiento de que algo así iba a ocurrir. El día anterior, en el tercer cumpleaños de nuestra hija, nos dijo que pensaba que pronto se encontraría entre los mártires del cielo. También nos dijo a mí y a mi hija que nos echaría de menos”.

Esta premonición sombría llevó a Michael a pedir a su esposa e hija que se sentaran en los bancos del final, en lugar de a su lado, al frente de la iglesia. “Aquello me sorprendió”, nos cuenta su esposa. “Pero echando la vista atrás, sé que era la voluntad de Dios”. Tras dejar a su familia en el último banco de la iglesia, Michael se puso su soga de diácono y se fue a la parte delantera de la iglesia, puesto que él era el responsable de la alabanza ese día. “Me pidió que le esperara después del culto. Pero nunca regresó”.

Sara nunca podrá olvidar las terribles imágenes de lo que pasó después. “Eran cerca de las 9.10; el culto estaba a la mitad. De pronto, oí el sonido de una gran explosión y la iglesia tembló como si hubiera un terremoto. Todo se llenó de humo y se oscureció mientras oía a la gente gritar. Yo también estaba gritando. Gritaba el nombre de mi esposo y corrí hacia el coro de los diáconos, donde esperaba encontrarlo con vida”.

A Sara le cuesta terminar su historia. “Lo que vi de camino fue horrible, como si acabara de ocurrir una masacre. Los cuerpos de los miembros fallecidos de la iglesia e incluso parte de los cuerpos estaban esparcidos entre charcos de sangre. Entonces vi a mi esposo. Me quedé desconcertada. Estaba ahí, en un charco de sangre como los demás. Se había ido al cielo como presintió que pasaría”.

Sara y Michael habían estado casados cuatro años. Sara y su hija Priscilla tendrán que seguir con sus vidas sin su amado esposo y padre. “Lo quería muchísimo”, dice Sara. Lo ve como un sacrificio por Cristo, pero no uno al que tenga que enfrentarse sin Él. “A pesar de todo, Dios ha puesto en mi corazón consuelo, paz y una gracia inmensa”.

Sara no está preocupada por su esposo. Sabe que está en el hogar de Aquel a quien más amaba. “Mi esposo vivía una vida celestial en la Tierra. Siempre estaba orando y leyendo la Biblia. Me alegro por él. Ahora está en un buen lugar (en el cielo), en frente del trono de gracia. Está ahí con Jesús”.