No hay caso; los campamentos, los retiros, aquellas reuniones especiales, nuestro tiempo devocional, todo ello dura muy poco. Gozamos de todo aquello que el Señor nos regala en esas ocasiones especiales y desearíamos que eso durara por siempre. Esa atmósfera especial donde sentimos la cercanía de Cristo y disfrutamos de una comunión única con nuestros hermanos, queremos que perdure, que no se acabe. Pero se termina y tenemos que volver a las distintas peculiaridades de nuestra realidad, donde no todo es tan agradable, y donde esa realidad muchas veces parece tapar lo mucho y bueno que recibimos de Dios.
A los discípulos les pasó lo mismo…
Si leemos Marcos 6.30 y siguientes, notamos que los discípulos recién llegaban de una cansadora gira de servicio, a la que Jesús los había mandado (6.7-13). Imagináte el cuadro: pies cansados y adoloridos, presión en el pecho por las cargas compartidas, y por el dolor observado en miles de enfermos y atormentados. Súmale a eso la frustración de puertas que no se abrieron y de corazones que permanecieron impasibles ante el evangelio predicado. Un cuadro, en fin, que podemos entender por nuestras propias experiencias.
Estaban seguramente contentos por los buenos resultados también, pero Jesús apreció cansancio en las caras de sus amigos, por lo que los invitó a descansar un rato en su compañía; decidió sacarlos de en medio de la multitud para cubrir sus necesidades. Si hubiera sucedido todo aquello en Argentina, la invitación sería a tomarse unos mates con él y charlar, mientras se reponían del cansancio. Nada mejor que un buen rato al lado de Jesús para reponer vidas agotadas (Mt. 11.28). Calculo que los discípulos, mientras ensillaban el mate para otra ronda, saboreaban cada instante, deseando que aquello dure por siempre. Pero hasta allí les llegó una multitud a la que había que atender. Lo bueno dura poco, nos pasa a nosotros, les pasó a los doce. Había que volver a la multitud. Con cierta reticencia, ellos se vieron envueltos en un milagro que Jesús tenía preparado para la multitud y para ellos.
Ese milagro, les recordó que la obra depende de las fuerzas de Cristo y que ellos estaban llamados a ser puentes entre la necesidad de la gente y el poder de Dios. Lo bueno duró poco, tal vez una ronda de mate, y luego tuvieron que volver a aquello para lo que habían sido llamados.
Y en nuestro caso, tenemos que disfrutar de los tiempos de intimidad con Cristo, de esos placeres espirituales que nos prepara él mismo. Beber cada gota de bendición, gozar con cada maravilla recibida. Pero no debemos anhelar que aquello sea nuestra realidad cotidiana. Ya vendrá una eternidad en la que disfrutaremos sin límites ni manchas de la compañía de nuestro Señor. Mientras tanto, acá estamos para repartir los panes y los peces que Cristo prepara para una multitud hambrienta que espera en la orilla. Mucho de nuestro cansancio y aún de nuestro hastío en el servicio proviene de no aprovechar las invitaciones de Cristo a descansar a su lado. Entonces, disfrutemos de los recreos que Jesús nos permite a su lado, tomemos fuerza en su compañía, tomemos nuevos compromisos, renovemos fuerzas, y prosigamos adelante, esparciendo entre otros la bendición que recibimos de su mano. Y haciendo eso, descubriremos que la bendición es tan abundante que alcanzará para que repartamos a quienes la necesiten, y aún quedará suficiente para que nosotros resultemos más bendecidos también en el proceso del servicio