Hace algunos años entendí que tenía una vida cristiana chata y mediocre. Si bien tenía fe y mi buen Padre Dios en su infinita misericordia había dado sobradas muestras de su amor por mí, en marcadas oportunidades, eso no me resultaba suficiente.

Sentía que había una gran contradicción entre todo lo que sabía de Dios, a través de su Palabra, porque hacía más de 40 años que me sentaba en el mismo banco de la misma iglesia, pero que no se condecía con mi realidad.

Tenía trabajo, salud, una casa donde vivir; mi hijo gozaba de buena salud; y aunque mi vida venía de sobrevivir al naufragio de mi matrimonio, eso no podía ser el límite.

Sabía que Dios era Todopoderoso; el Altísimo; Jehová, Dios de los ejércitos; que era escudo; que me amaba; y un montón de conceptos más. Pero pensaba que ese conocimiento había que bajarlo a la práctica; que mi realidad cotidiana debía estar absolutamente impregnada de Él en todas las áreas de mi vida.

Las ideas se agolpaban en mi cabeza; goteaban en ella, insistentemente. Eso me desafió a iniciar una búsqueda desesperada hacia un lugar más alto.

Así que comencé a orar; a llorar y clamar; a buscar a Dios desesperadamente, como sólo alguien verdaderamente desesperado puede hacerlo. Estaba asqueada; harta; aburrida; enojada; y en una terrible crisis de fe.

Llegué hasta una explanada alta, muy alta. Y decidí que me pararía en el borde y que saltaría. Abajo había un gigantesco precipicio. Era una buena manera de probar mi fe.

Quería probar mi fe. Tenía una fuerte sospecha de que mi fe no funcionaba; era escasa; y no estaba totalmente convencida de que fuera a funcionar en momentos de mayor gravedad.

Aunque a decir verdad, a lo largo de mi vida tenía pruebas de que Dios me había librado a mí, e incluso a mi hijo, en situaciones importantes con respecto a la salud.

Pero: ¿Qué pasaría si mi hijo se enfermaba de gravedad y mi fe no alcanzaba ni siquiera para poder sobrellevar su pérdida? ¿Qué pasaría si se me quemaba la casa o me pasaba un camión por encima y ya no podría andar más en bicicleta…? Y ¿Cómo sabía que mi fe funcionaba para alcanzar situaciones o cosas mejores…?

Así que un buen día, salté. Sí. Así de sencillo. Salté por el aire. Y mientras caía también pensé que era una posibilidad que me estrellara contra el suelo. Y ahí terminaría la historia.

Pero no. No podía ser de ese modo. Dios no se había tomado tanto trabajo conmigo, salvándome tantas veces; demostrándome tanto amor, aunque no me hubiese dado cuenta de ello en el momento que ocurrió, sino muchos años más tarde. En mi interior, no creía que me haría añicos contra el suelo y ese fuera el final.

No. No había posibilidades. Dios también es coherente y maravilloso. Tiene caminos insondables y un amor extraordinario por mí. Que es verdad que no merezco; pero que necesito desesperada y exageradamente. Bueno, así es mi buen Padre Celestial: me ama con un amor exagerado, como suena una canción.

Bueno, como verán, si escribo es porque sobreviví. No tengan dudas. La fe funciona. Yo la probé.

¿Y saben qué…? Me pareció extraordinario hacerlo. Y ahora, la seguiré probando para cambiar todo, absolutamente todo, lo que necesite, piense, sueñe y anhele.

Ah! Les aclaro: no me tiré de ningún precipicio literal.

Sólo tomé un par de decisiones radicales que me permitieron conocer el maravilloso, eximio y sobreabundante amor de Jehová, Dios de los ejércitos; la inconmensurable paz que sólo Jesús puede dar; el dulce sentir del Espíritu Santo y su brillante luz con la que todo lo alumbra para que podamos ver todo lo que es preciso cambiar.

Si me pasara que por alguna razón, me encontrara en el camino, parada en un lugar similar al anterior del salto, nadie tenga la menor duda de que volveré a saltar.

Y de ahora en más, lo haré cada vez que lo crea necesario. Es maravilloso saltar. La fe funciona y el amor de Dios es una gran red con doble malla: Jesús y el Espíritu Santo.

Ahora, es imposible no practicar salto.-

Lidia Carosela