Que Dios nos ha puesto para ser quienes bendigamos a otros en su nombre es algo que todos ya sabemos. El cumplir con esa noble vocación es lo que llenaba de gozo la vida del apóstol Pablo. Más allá de que él vivió experiencias que hubieran desanimado a hombres más valientes, siempre tuvo en claro que las circunstancias podían variar, pero no su llamado.
Es por eso que le escribe a Timoteo, su ayudante ahora a cargo de la obra en Efeso pues se ha enterado que éste estaba desanimado al punto de querer ceder ante las situaciones que atravesaba. En la primera carta ya le había advertido: «No descuides el don que hay en ti…» (1 Ti. 4.14), y ahora que el desánimo avanzó, debe escribirle: «aviva el fuego del don de Dios que hay en ti…» (2 Ti. 1.6). Algo se había ido perdiendo en el ánimo de Timoteo, porque había caído en un error que nosotros solemos cometer: hacer depender nuestra vocación, nuestro servicio y adoración, de lo que somos o tenemos, y de lo que hacemos o nos hacen.
A Timoteo ayer, y a nosotros hoy, el apóstol nos dice: no se trata de nada de eso; que cumplas con aquello para lo que se te salvó no depende de nada que seas o tengas, de que te pase o no te pase esto o aquello, de que te hagan eso o lo otro. No depende de nada que vos seas o tengas, sino de lo que Dios te ha dado.
Y qué nos ha dado para sobrellevar una vida abocada a otros a pesar de…? Preguntamos junto con Timoteo. A lo que Pablo contesta: «nos ha dado espíritu de poder (para vencer contra todo obstáculo, interno o externo), de amor (para seguir bendiciendo a otros aún cuando no nos den motivos para hacerlo), y de dominio propio (para permanecer firme en sus promesas y propósitos)».
Y el apóstol sabía de qué hablaba, porque aún a pasos de la muerte, seguía bendiciendo a otros, como lo hace con vos y conmigo a través de sus palabras.
Cumplamos con nuestra tarea entonces, sabiendo que eso no debe depender de nada que nosotros seamos o tengamos, sino de lo que Dios ha puesto en nosotros por medio de su Espíritu.