Las declaraciones del Nuevo Testamento sobre el Evangelio, son tan magnas, que uno las puede haber oído por mucho tiempo, saberlas de memoria, haberlas estudiado, pero siempre el agua parece profunda, el misterio grande, y la verdad inescrutable. En Romanos 8, se nos informa que no sólo hemos sido librados de toda condenación por estar en Cristo, no solamente tenemos el poder para andar en el Espíritu, sino que, al ser guiados por el Espíritu, esto evidencia que somos hijos de Dios (vv. 1,14). ¡Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios! (1 Jn 3:1). Hoy queremos mirar la trascendencia que tiene esa maravillosa identidad, para los que hemos sido beneficiados por ella.
La primera trascendencia al ser hijos de Dios, es la que aparece en Romanos 8: 15, donde se alude a que hemos recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba Padre! ¿Por qué dice, clamamos para referirse a nuestro invocar al Padre? Este término clamamos está usado aquí en el sentido de clamar alegremente, como un hijo llama a su padre con toda libertad. La connotación es, orar atrevidamente y sin temor, levantando la voz al cielo. En este clamor alegre, es que podemos llegar confiadamente al trono de la gracia para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro (He 4:16). ¡Hermano, no llegues a tu Padre celestial cohibido; ¡llega a él con la voz de un hijo que sabe quién es su Padre, y en la convicción de que el Padre te oye y anhela que lo invoques!
La segunda trascendencia en ser hijos de Dios, es la del versículo 17: “Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo… ”. El derecho que tiene todo hijo legítimo, es heredar a su padre. Dios ha tomado en serio llamarnos sus hijos, pues él es justo, y sabe que está comprometiendo sus propiedades. Todos los bienes del Padre son nuestros. Sobre ello, estas tres connotaciones:
- Hay un testamento paternal a favor de todos los que nacen de nuevo. El apóstol Pedro lo expresó así: “Bendito el Dios y Padre… que… nos hizo renacer para una… herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros” (1 P 1:3,4). El nuevo testamento de Dios en Cristo, es mejor que el antiguo, y está establecido sobre mejores promesas (He 8:6).
- El testamento entra en vigencia en la muerte del testador. La Biblia dice: “… el testamento con la muerte se confirma, pues no es válido entre tanto que el testador vive”. El Hijo de Dios se hizo carne, y murió, para que interviniendo muerte para la remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto, o testamento, ahora los llamados reciban la promesa de la herencia eterna (Ver He 9:15-17). Cristo murió para que comenzáramos ya a disfrutar como hijos, la herencia de nuestro Padre.
- Nuestra herencia del Padre, está reservada en los cielos, como lo indica 1 Pedro 1. Pero ya tenemos las arras o primicias, que es la presencia del Espíritu Santo dentro de nuestros corazones (Ver Ro 8:22,23). Dentro de este cuerpo corruptible, vive, como primicias de todo lo incontaminado que nos espera en el cielo, el Espíritu Santo. Cuando Cristo habló del Espíritu a la Samaritana, le dijo: “… el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino queel agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Jn 4:14). El Espíritu Santo nos revive la esperanza de la herencia eterna, y nos hace partícipes de la naturaleza divina (Ver 2 P 1:4).
La tercera trascendencia de ser hijos de Dios, es la que aparece también en Romanos 8:17, donde los hijos, somos coherederos con Cristo. Ello dice que el Padre ha dado partes iguales de la herencia, tanto al Hijo como a los hijos. Cristo habló de ese amor sin acepción del Padre, cuando oró en Juan 17:26: “… para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos”. La adopción divina no rebaja a los hijos adoptados a una categoría inferior en cuanto a derechos. Mas, hay un sacrificio que los hijos deben estar dispuestos a hacer para coheredar con el Hijo. Romanos 8:17 b, dice que esta coherencia con Cristo, es posible, “… si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados”. “A vosotros os es concedido a causa de Cristo, no solo que creáis en él, sino también que padezcáis por él” (Fil 1:29). La herencia es una realidad con Cristo, pero obtenerla, está vinculado con el sufrir los mismos padecimientos que él sufrió en esta tierra (Ver Jn 15:18,19). Debemos tomar una actitud triunfante ante los padecimientos de esta vida, sabiendo que tenemos una herencia gloriosa en los cielos. En el versículo 18, Pablo enseña que los creyentes pasan muchas aflicciones a pesar de su fidelidad a Cristo, pero que aun siendo éstas muy agudas, no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse. El Padre advierte a sus herederos, que van a sufrir con Cristo, pero que también juntamente con él serán glorificados. Esta coherencia es tan justa, que respecto a este cuerpo, la Biblia dice que el Señor lo transformará, para darnos uno semejante al de la gloria suya (Fil. 3:21). Pedro dijo de él, que era testigode los padecimientos de Cristo, pero que era también participante de la gloria que será revelada (1 P 5:1).
Amados, debemos darle mucho más valor a lo que ya tenemos en Cristo, y a las promesas de la herencia eterna, que a todo lo frívolo y pasajero en esta tierra. Debajo del trono de Dios, todo está sujeto a vanidad, aun la creación misma, los cielos, la tierra, todo lo que en ellos hay, incluyendo la vida humana sobre esta esfera terrestre. Pero los hijos de Dios debemos disfrutar el poder clamar al Padre eterno con confianza, libremente, y agradecerle que él haya testado a nuestro favor todos sus bienes eternos. Cuando tengamos que sufrir en el peregrinar de la fe, debemos extender nuestra mirada un poco más allá del presente, y gozarnos en el día cuando juntamente con Cristo, seamos glorificados. Aquel día nos debe atraer, debemos anhelarlo y ponerlo como la meta por la cual estar dispuestos a peregrinar con valor, hasta el fin.