Cuando las imágenes de las multitudes rebeldes salieron en televisión desde la Plaza Tahrir en enero de 2011, al principio no pude evitar mis comentarios sarcásticos. «¿Qué libertad y bienestar social pensamos que podemos obtener en un país como Egipto, que está dominado por el puño de hierro de un régimen tirano y empapado de corrupción? Al final del día, sólo les llevará unas cuantas bombas de gas lacrimógeno y un par de cañones de agua para desalojar a las multitudes airadas y enviar a casa a mucha gente mojada y con las manos vacías». Subestimé el poder del pueblo (o el cambio que Dios estaba a punto de traer).
Los primeros días de la revolución popular de 2011 me tomaron por sorpresa, como lo hizo con la mayoría de los egipcios que se habían entregado sumisamente a su destino hace mucho tiempo. La idea de traer un cambio verdadero a la sociedad egipcia era irrelevante; un sueño lejos de su alcance y en el que no valía la pena pensar.
Pero nuestro gran país cayó en el caos en pocas horas. Mubarak había gobernado durante tres décadas. Repentinamente, el suelo bajo sus pies tembló como en un terremoto, hasta que finalmente cayó por una de las grietas, llevándose a muchos de su gobierno con él.
No había tiempo para pensar y analizar, sólo para celebrar. Esperanzas que estaban enterradas en nuestro subconsciente surgieron a la superficie: la libertad para todos, el bienestar social, volvieron a revivir, una iglesia pujante. Ya no tendríamos que temer a la policía cuando evangelizásemos. Ya no seríamos ciudadanos de segunda clase. Después de todo, ¿no tomamos parte en la revolución tanto como los musulmanes, a pesar de ser menos en número?
Cuando Mubarak dimitió en febrero de 2011, no sabíamos entonces que Egipto iba a saltar de la sartén al fuego. Por razones desconocidas para nosotros, Dios permitió que los Hermanos Musulmanes y sus grupos radicales islámicos afiliados se hicieran cargo del país. Egipto cayó en manos de los grupos políticos islámicos que rápidamente hundieron Egipto económicamente, políticamente y socialmente. Para los cristianos y los musulmanes moderados, el miedo al estado fue sustituido por el miedo a los musulmanes radicales.
La iglesia se despertó. Necesitábamos orar y descubrir que Dios permitió que sus hijos sufrieran aún más presión. ¿Qué quería, que fuéramos ante Él, a orar juntos y buscásemos primero su reino antes que la seguridad y la comodidad? La acelerada presión sobre la iglesia y los cristianos fue difícil de aceptar para muchos y esto dio lugar a una oleada de emigración, incluyendo pastores y líderes cristianos.
Mientras que muchos abandonaron lo que parecía un barco que se hundía, otros llegaron. La creciente presión sobre la iglesia había encendido un espíritu de oración y unidad entre los cristianos de diferentes denominaciones. Al mismo tiempo, Dios reveló la cara fea del Islam y el engaño que lo rodea. Cuanta más presión, sufrimiento y persecución vino sobre nosotros, más podíamos ver a Dios cambiar los corazones de los musulmanes. Esto fortaleció la fe de muchos cristianos. Se volvieron más osados para compartir su testimonio con sus vecinos, colegas y amigos musulmanes, más que antes.
El contexto hostil creó una atmósfera de amor entre los cristianos. Al lenguaje del odio se le respondió con palabras de perdón. Las mordazas en la boca de la iglesia condujeron a la gente a hablar más osadamente de su fe.
De repente, la reacción amorosa y misericordiosa de la iglesia a los ataques se debatió abiertamente en programas de tertulias de radio y televisión y se compartió a través de los medios de comunicación social, porque había tocado profundamente el corazón de multitud de musulmanes.
Yo era escéptico. Pensé que Egipto nunca iba a cambiar. Sin embargo, lo hizo. Pensé que era el amanecer de la libertad egipcia, pero nuestra situación empeoró. Veo la televisión y veo caos. Escucho a mis amigos y oigo historias de violencia. Sin embargo, aprendí que Dios está soberanamente al control de todo. No fue la gente la que puso en llamas el Medio Oriente y África del norte, Dios lo hizo. Su Espíritu Santo ha descendido sobre muchos corazones de cristianos y musulmanes.