En el Buenos Aires de hoy es habitual cruzarnos con personas de otras nacionalidades que vienen a visitar Argentina, y muchos a quedarse. A diferencia de otros tiempos, estos inmigrantes ya no son europeos sino más bien oriundos de la región, sean países vecinos como Paraguay, Perú o Bolivia, o más alejados como Colombia , República Dominicana o Venezuela. En datos concretos, según la ONU, Argentina está en el ranking mundial N° 28 de los países receptores de inmigrantes, y primeros como receptor en el continente. Aunque solo le signifique un 4% de su población total, según los datos del último censo realizado en el año 2010.

Ante esta realidad, la iglesia no queda ajena. Día a día ve ingresar en sus templos personas con diferentes acentos, colores, costumbres, y hasta diferentes maneras de expresarse delante de Dios. Ahora bien ¿qué preponderancia le damos a este sector de la población? ¿qué lugar tienen sus sacrificios, renuncias, alegrías y desafíos en la agenda mensual de nuestras actividades? Al parecer es el tiempo que Dios nos está regalando para alcanzar al extranjero, tenemos en frente una gran oportunidad de evangelismo y consolidación. La revelación es esta “Hace mucho oramos por enviar obreros a las naciones, pero el Señor está trayendo las naciones a nuestra tierra”.

Para tener en cuenta, las primeras semanas, meses son cruciales en sus vidas. Es el momento de mayor vulnerabilidad, cuando se asienta, busca alguna estabilidad, personas en quienes confiar, es decir, es la etapa para fortalecer las creencias o rearmarlas. Pero, por sobre todo, nos toca entender que la inmigración no es una excusa para mirarlos con tristeza sino más bien con alegría y con una mirada espiritual de propósito. Porque si bien la inmigración es una decisión dura que implica dejar atrás afectos, lugares, pertenencias, es más bien un “llamado”. La palabra de Isaías dice: “Te tomé de los confines de la tierra, de tierras lejanas te llamé y te dije: te escogí y no te deseché” (Isaías 41.9).

Como líderes y como pueblo de Dios, debemos alinearnos a la agenda del cielo, abrir los brazos y darles el lugar que merecen como hijos amados del Padre en sus particularidades. Y, además, acompañarles con amor y paciencia en la búsqueda del llamado y el propósito superador de la etapa de inmigración. Dios los quiere llevar a un nivel de fe más elevado, revelarles aspectos de su amor nunca antes vistos por ellos.

Finalmente decir que, este desafío además de bendecir al extranjero beneficiará a todos como cuerpo. Aprenderemos a ejercer el fruto del Espíritu, expresar amor del modo en que lo entienden los otros, saliendo de nuestro propio “ego” en el hacer, nos dará la flexibilidad para no juzgar las diferencias, y por sobre todo, hablaremos el lenguaje del cielo.

“…He aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas las naciones y tribus, y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del cordero…” (Apocalipsis 4.9)