En una temporada de terrible dificultad, viviendo en una ciudad lejos de casa, recuerdo estar luchando con el mandato bíblico de regocijarme en el Señor en todo tiempo. En aquel momento, el dolor crónico afloraba nuevamente, apenas tenía para pagar mis cuentas, estaba a 13 horas de viaje de mis seres queridos, y no tenía perspectiva alguna de futuro. Cuando hacía cualquier intento de orar, lo único que salían eran lágrimas.

Tener una actitud de alabanza no significa que no podamos llorar ante Dios en nuestros sufrimientos, o que debamos negar nuestras preocupaciones, angustias y dudas. Adorar a Dios desde el corazón y adorarlo desde nuestro sufrimiento no son dos acciones que se excluyan mutuamente. Esta realidad que pareciera dual, se encuentra plasmada en las Escrituras también.

Las Escrituras están saturadas de razones para adorar a Dios en medio de las pruebas. Pero solo pongamos nuestro enfoque en una porción, un Salmo donde David nos ofrece motivos para adorar. El Salmo 40. Allí encontramos dos razones poderosas:

 

1. Dios nos escucha

«Pacientemente esperé a Jehová, Y se inclinó a mí, y oyó mi clamor.» (Salmo 40:1)

Dios no se muestra desinteresado ni distante. Él es nuestro Padre; Él está cerca y nos ha acercado hacia Él a través de la muerte de Su Hijo en nuestro lugar. El se preocupa y se involucra cuando sus hijos le hablan.

Oh Dios, ¡Has escuchado mi llanto! No me has dado vuelta el rostro, sino que me has oído porque soy favorecido en Jesús.

 

2. Dios nos rescató de la muerte.

«Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; Puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos.» (v.2)

Dios ha librado nuestras almas de la destrucción -y del fuego eterno- y nos ha levantado de la muerte a la vida en Jesucristo, nuestra roca inamovible de Salvación.